21 agosto 2020

Lady Mary Wortley Montagu. Sobre relatos de viajes, virus y vacunas



Releo las “Cartas desde Estambul” de la mujer que, con marcas en la cara y sin pestañas, tras sufrir en 1715 el mal que mataba a un porcentaje amplio de la población en Europa, o les dejaba profundas marcas, ceguera u otros daños orgánicos de por vida, observó y divulgó la práctica de la inoculación del virus como medida de prevención de la viruela. Apenas reconocida, murió un día como hoy, 21 de agosto, en 1762. 

Lady Mary Montagu, aristócrata inglesa nacida en 1689, disfruta, como era habitual en las mujeres de clases altas, de una cuidada educación: literatura, lenguas clásicas, música, avances de la nueva ciencia… con el objetivo de convertirse en mujeres bien casadas, capaces de amenizar una buena reunión y guiar la educación de los hijos. Pero Lady Mary no acepta el destino trazado para ella por su padre y en 1712 huye con su amado Edward Wortley Montagu, con quien se casa.  Cercano a la corte, permite a Lady Mary acceder a los círculos sociales y culturales de Londres, amiga de miembros de la realeza como la princesa de Gales, el afamado traductor de Homero, Alexander Pope, y otros destacados miembros de las sociedades científicas y literarias, en las que es reconocida por su erudición y carácter crítico. Wortley es nombrado embajador en la corte del entonces imperio otomano y viaja con su familia hasta la lejana ciudad de Estambul. Mary Montagu inicia una correspondencia regular con su hermana, amigas y otros reconocidos personajes de la sociedad inglesa, incluida la princesa de Gales, en la que relata todas las costumbres y características de los países recorridos en su viaje, y de las ciudades del imperio en las que reside, en lo que constituye un magnífico ejemplo de la literatura de viajes.
 
Un año después de su muerte aparecen publicadas las Embassy letters. Una edición que ella misma encarga, tras haberlas recopilado todas, a su amigo Horace Walpole, sabiendo próximo su final debido a un cáncer de mama. No hacía mucho que había regresado a Inglaterra, después de dos décadas de vida nómada por Italia y Francia. Comenzaba su última aventura al recalar en Venecia para vivir su amor con Francesco Algarotti, el afamado autor de Il newtonianismo per la dame, amigo de Voltaire y Mme du Châtelet, quien finalmente prefirió la compañía de Federico de Prusia. Reconocida y admirada en toda Europa, se aseguró de que sus cartas desde Estambul fueran divulgadas.
 
El propio Voltaire alabó la calidad literaria de las mismas y, de forma entusiasta, difundió la obra de su admirada amiga por Europa. El relato de los detalles de la vida en los hamman que visitó y en el harén del Sultán inspiró la obra de Ingres “El baño turco” (1862). Montagu los describe como lugares de mujeres, donde se protege su intimidad, y donde ellas cultivan la sensualidad con perfumes, sedas y conversación, y critica la visión sesgada de otros viajeros que describen estos espacios sin haber accedido nunca a ellos. Es cierto que ella se relaciona con las esposas y damas de clase alta, y esta no es la situación de esclavas y concubinas. Transmite en sus cartas que la situación de las damas inglesas es mucho peor que la de las turcas, quienes disponen de sus propios medios económicos y libertad para comprar, vender o viajar, también para heredar o recibir indemnización de sus esposos en caso de divorcio. Una situación que sólo disfrutarán las mujeres inglesas bien entrado el S. XIX. Expresa en sus cartas: “considero a estas damas las únicas personas libres del imperio”. Ella misma adopta el uso del doble velo o yashmah y la ferayé, una holgada túnica de amplias mangas, vestimenta que le permite moverse con libertad por las calles, bazares y mercados de la ciudad sin ser reconocida. 
 
En las cartas, redactadas entre 1716 y 1718, describe con riqueza de detalles las costumbres, religiones, situación política e impresiones personales sobre los lugares que visita, y hace uso de una continua ironía para distanciarse de los prejuicios sobre oriente, señalando las falsedades de otros relatos de viajes. Pero no sólo es literatura de viajes y observaciones agudas e irónicas sobre las costumbres de la cultura propia, en comparación con las aparentemente menos avanzadas. En una de esas cartas se relata el “remedio turco” contra la viruela.
 
La viruela, conocida en la antigüedad babilonia y egipcia, y presente al menos desde hace  3.500 años entre nosotros, según algunas publicaciones, era combatida por la civilización china en el S. X (hay referencias de una primera proliferación del virus Variola en China en el S.II) introduciendo en las fosas nasales de los niños sanos polvo de costras secas de pústulas de viruela como medida de prevención: “curar lo malo con el mal” es un principio desarrollado por la medicina tradicional china. En el S. XVI, la inoculación del virus de la viruela en miles de personas fue promovida por el emperador Kangxi de la dinastía Qing, con tasas de éxito muy altas, que detuvieron la propagación en el pueblo chino. Ambos métodos eran reconocidos como efectivos. En 1688 Rusia envió a sus médicos a China para que aprendieran estas técnicas. Voltaire señaló: “Hace más de 100 años, los chinos tenían esta costumbre (inoculación), por eso son considerados como un modelo ejemplar, que creó una de las naciones más ingeniosas y educadas del mundo”. 
 
La práctica de la inoculación del material purulento con agujas o “variolación” fue una práctica conocida también en Asia Menor y Turquía. La Historia de la Ciencia reconoce a Edward Jenner como el desarrollador de la vacuna en 1796 a partir del virus de la viruela en vacas, de ahí su nombre, pero casi 100 años antes, una mujer dio a conocer la efectividad de este método de prevención en la Europa occidental, a pesar del rechazo de los médicos y las críticas. 
 
 
La observación de la vida y las costumbres en Estambul. Los “injertos” o “el remedio turco” contra la viruela


 
Vale la pena reproducir los párrafos completos de la carta enviada a su amiga Sarah Chiswell, en respuesta a su preocupación por las noticias de una terrible propagación de la peste en el imperio otomano. Lady Mary le desmiente tal extremo, y sabedora de que es la propia Sarah la que padece la viruela, le relata el método utilizado para prevenir la terrible enfermedad. 
 
“Y hablando de indisposiciones voy a contarle algo que estoy segura la hará desear encontrarse aquí. La viruela, tan fatal y generalizada entre nosotros, es aquí por completo inocua gracias a la invención del injerto, que es el término con que lo nombran. Hay un grupo de ancianas que se ocupan de hacer la operación. En el mes de septiembre, con la llegada del otoño, cuando disminuyen los grandes calores, la gente trata de enterarse si alguien de su familia tiene la intención de enfermar de viruela. Forman grupos con ese fin y cuando por fin están organizados –en general, de quince a dieciséis personas-, viene la anciana con una cáscara de nuez llena de pus de la mejor viruela y entonces pregunta a la gente qué venas desean que les abra. De inmediato, abre aquella que le es ofrecida con una aguja enorme –no produce más dolor que un simple rasguño- e introduce en la vena tanto veneno como cabe en la punta de su aguja y después venda la pequeña herida con una cáscara hueca y así, de esta manera, abre cuatro o cinco venas. Los griegos tienen la superstición de abrir una en plena frente, en cada brazo y en el pecho para marcar la señal de la cruz, lo cual tiene un efecto malísimo, pues estas heridas dejan pequeñas cicatrices, cosa que evitan los que no son supersticiosos, quienes eligen hacérselas en las piernas o en aquellas partes de los brazos que permanecen ocultas. Los niños o los pacientes jóvenes juegan juntos el resto del día y gozan de perfecta salud hasta el octavo. Entonces comienza la fiebre que los obliga a guardar cama dos días, en contados casos hasta tres. Muy rara vez les salen más de veinte o treinta en la cara, que nunca dejan marcas, y al cabo de ocho días están tan bien como antes de caer enfermos. En el transcurso de la indisposición, allí donde recibieron la herida aparecen unas pústulas que, no me cabe duda sirven de alivio. Todos los años son miles quienes se someten a esta operación y el embajador francés dice con simpatía que aquí se toman la viruela como una diversión, igual que en otros países se toman las aguas. No hay ejemplo de nadie que haya muerto por ello, y puede creerme cuando le digo que estoy convencida de la seguridad del experimento, tanto que pienso en probarlo en mi hijo pequeño. Soy lo bastante patriota para tomarme la molestia de llevar esta útil invención a Inglaterra y tratar de imponerla y no dejaría de escribir a algunos de nuestros médicos para recomendarles el método si supiera que alguno de ellos dispondrá de la virtud necesaria para destruir una porción tan considerable de sus ingresos por el bien de la humanidad. Sin embargo, como esa indisposición les resulta en extremo beneficiosa harán objeto de todo su resentimiento al audaz que se proponga ponerle fin. Quizás, si vivo para regresar, yo tenga el valor de batallar con ellos.”
 
Carta XXXII (A Sarah Chiswell) Adrianópolis, 1 de abril de 1718
 
Su amiga Sarah morirá a causa de la viruela poco tiempo después. 
 
 
El “Real Experimento” de 1721.
 
En 1718, bajo la supervisión de Charles Maitland, médico de la familia, Mary Montagu inocula con éxito a su hijo y en abril de 1721, ya en Inglaterra, a su hija. En esta ocasión, Maitland vuelve a supervisar la operación, pero están presentes también la princesa de Gales y otros miembros de la corte, y Sir Hans Sloane, médico y presidente de la Royal Society. 
 
Tras el nuevo éxito y con el objetivo de obtener nuevas evidencias, Maitland recibe permiso para realizar el ensayo clínico. Mary Montagu y la princesa Carolina organizan el “Real Experimento”. El 9 de agosto de 1721 se inocula el virus a seis condenados a muerte (tres hombres y tres mujeres) que aceptan a cambio del perdón y la libertad. Y la lograron. Un nuevo ensayo se organiza con niños del hospicio de Wetsminster con idéntico resultado. Al año siguiente, son las hijas de la Princesa de Gales, Amelia y Carolina, las que son inoculadas. 
 
La práctica adquiere así credibilidad y se suceden en los años siguientes las noticias de que los diferentes monarcas europeos vacunan a sus hijos e hijas. Aunque la polémica y las críticas a estas mujeres promotoras del remedio turco no se hacen esperar.
 
 
Desafío a la profesión médica y a la Iglesia. La desconfianza hacia lo que llegaba de Oriente
 
Ni Galeno ni Hipócrates habían escrito sobre cómo tratar el mal y, a diferencia de la estrategia china y turca, en Europa se recomendaba “sudar lo malo” aislando al enfermo en una habitación a alta temperatura. Enfermar deliberadamente a un paciente sano era totalmente rechazable para los médicos de la época, y consideraron la costumbre de la inoculación defendida por Montagu, y el hecho de que hubiese tratado a sus propios hijos, como un ejemplo de malas prácticas. Además de una mala madre, “antinatural”, por haber arriesgado sus vidas con el método turco.
 
En 1719 aparecen panfletos hostiles al tratamiento de la viruela. Las autoridades médicas como Richard Mead, médico de moda y miembro de la Royal Society, que ingresaba al año en torno a 7.000 libras, no parecía muy dispuesto a recortar sus ingresos, como vaticinara Mary Montagu en su carta. John Woodward, miembro del Royal College of Physicians, naturalista y médico afamado atribuía el origen de la enfermedad a un exceso de sales biliares. Y, por lo general, preferían el método tradicional del sangrado y sudado para tratar a los infectados. 
 
Sin embargo, los ataques más furibundos provienen del reverendo Edmund Massey que calificaba esta práctica como contraria a los designios de Dios y una muestra de soberbia humana al pretender evadir el castigo divino. Peor aún le parecía al pastor Wagstaffe que “una experiencia hecha por mujeres ignorantes, de un pueblo analfabeto e irreflexivo, se introdujera en el Parlamento de una de las naciones más civilizadas” del mundo. Una nación que vio morir al 25% de la población, pero cuya iglesia rechazaba aplicar la “herejía musulmana”.
 
Y el propio Alexander Pope, amigo y admirador de Lady Mary, a quien ésta envía muchas de sus cartas desde Estambul relatando las costumbres y cultura del pueblo otomano, se convierte en su enemigo. Si bien no está claro el motivo, se refiere a su antigua querida amiga como la “Safo picada de viruelas”. 

 


La vacuna (de vaca) de la viruela
 
Casi 100 años después, la observación de una mujer ordeñadora de vacas, Sarah Nelmes, quien había acudido al médico en prácticas Edward Jenner a consultarle por unas pústulas, pone a este en la senda del perfeccionamiento de la práctica de la inoculación. Sarah, que había sufrido la enfermedad de la viruela de las vacas (la vaccinia, normalmente leve y poco común que puede causar pústulas en las manos de los humanos en contacto con ellas) le comenta al médico que no puede ser viruela porque ella ya ha sufrido la variante anterior. Jenner decidió probar la hipótesis e inoculó a James Phipps, de ocho años de edad, con materia de viruela vacuna, y éste se mantuvo sano. Había nacido la vacuna. Louis Pasteur lo convertiría en término genérico para todo proceso artificial de inmunización a través de la inoculación de versiones más debilitadas del virus causante de la enfermedad.
 
 

Y ahora la COVID-19
 
El CSIC anunció en marzo de 2020 que trabajaba en una vacuna para la COVID-19 a partir de la de la viruela, aunque no he encontrado más información sobre sus avances. Y el 8 de mayo, en rueda de prensa el DG de la OMS afirmó que la COVID-19, como la viruela, supone un desafío histórico para la salud pública, una prueba de la solidaridad mundial y una oportunidad para combatir una enfermedad, pero también para cambiar el rumbo de la salud mundial y crear un mundo más sano, seguro, y justo para todos. Eso esperamos. 
 
 
 
La viruela también en Canarias: 


 
 
Referencias:
-Lady Mary Wortly Montagu, Cartas desde Estambul. Edición de Victor Pallejá, Solvitur, e-book 
-Cristina Morató, Las damas de Oriente. Grandes viajeras por los países árabes. Plaza y Janés, 2019
-Margaret Alic, El Legado de Hipatia. Siglo XXI, 1991.
 
 







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