Las mujeres y el monstruo. Filosofía, ciencia y género a propósito de Frankenstein
I dream of a new age of curiosity. We have the
technical means for it; the desire is there;
the thing to know are infinite; the people who can
employ themselves at this task exist. Why we do suffer?
M. Foucault, “The Masked Philosopher”
1. Monstruos sin nombre
“Una desapacible noche de noviembre contemplé el final de mis esfuerzos. Con una ansiedad rayana en la agonía, coloqué a mi alrededor los instrumentos que me iban a permitir infundir un hálito de vida a la cosa inerte que yacía a mis pies. Era ya la una de la madrugada; la lluvia golpeaba las ventanas sombríamente, y la vela casi se había consumido, cuando, a la mortecina luz de la llama vi cómo la criatura abría sus ojos amarillentos y apagados. Respiró profundamente y un movimiento convulsivo sacudió su cuerpo”1
Así comenzaba el relato ideado por Mary W. Shelley para participar en el reto lanzado por Lord Byron a las amistades reunidas en la mansión al borde del lago en Ginebra que sería testigo de las entretenidas noches de conversación sobre los más recientes avances en la Filosofía Natural, en el desapacible y tormentoso verano de 1816.
Que una mujer joven, con tan sólo 18 años de edad, ideara una de las novelas más míticas de nuestra cultura, suele sorprender. Que la misma girara sobre uno de los temas más apasionantes de la Filosofía Natural, el principio de la vida y la capacidad de los seres humanos, gracias a los avances de la ciencia y tecnología, de crear nueva vida, y las consecuencias de no hacernos cargo de forma responsable de nuestras creaciones, sorprende aún más. Como destaca Anne Mellor:
“Frankenstein is our culture’s most penetrating literary analysis of the psychology of modern “scientific” man, of the dangers inherent in scientific research, and of the horrifying but predictable consequences of an uncontrolled technological exploitation of nature and the female” (Mellor, 2003:9).
La obra, Frankenstein o el moderno Prometeo, aparece publicada por primera vez en enero de 1818, de forma anónima, con una dedicatoria a W. Godwin y una presentación de Percy B. Shelley, lo que hizo que muchas personas atribuyeran a él la autoría, y son incontables los estudios publicados que señalan los añadidos o correcciones que Percy hiciera al relato original durante la preparación de la edición. Pero la autora, oculta, no era otra que Mary W. G. Shelley, hija de la filósofa y escritora Mary Wollstonecraft, autora de la Vindicación de los derechos de las mujeres (1792) y del filósofo político William Godwin.
La invisibilización de las mujeres autoras es una constante en nuestra cultura. Recorrer los argumentos de todas las grandes figuras que teorizaron sobre la inferioridad mental de las mujeres, sobre el desarrollo imperfecto de sus capacidades cognitivas o sobre la imposibilidad del “genio” en una mente del sexo femenino, excede los objetivos de este texto. Sin embargo, sí destacaré más adelante que, si bien estos eran los argumentos provenientes de la tradición mítica, filosófica y de las religiones, lo novedoso en el final del S. XVIII y durante todo el S. XIX, es que los argumentos provendrán de la propia ciencia. Los prejuicios se filtran y acaban dando forma a los presupuestos aparentemente neutrales de una ciencia que sitúa su autoridad en el uso de un método basado en la observación de la naturaleza y la argumentación racional.
Que la obra se publique de forma anónima, ocultando el nombre de la autora, en una sociedad “monstruosa” plagada de prejuicios contra las mujeres y que el propio monstruo, al que el Doctor Víctor Frankenstein da vida, no tenga nombre, es una situación narrativa a la que no podemos resistirnos. Y si tras la lectura de la obra, dudamos acerca de a quien llamar realmente monstruo, menos aún.
Para algunos críticos, conocer que la autora de la novela era una mujer, sólo merecía un comentario acerca de la obra:
“El autor es, tenemos entendido, una mujer; eso supone un agravante de lo que es el mayor error de la novela; pero si la autora puede olvidarse de la delicadeza de su sexo, no hay razones para que nosotros la recordemos; y por tanto despacharemos esta novela sin más comentario”2
La obra, en la interpretación que seguiré aquí, es un maravilloso tratado, en formato literario, sobre nuestros monstruos, los de una sociedad androcéntrica, que excluye a las mujeres de la educación y de la vida pública recluyéndolas al ámbito de lo doméstico, en el que ni siquiera disponen de una habitación propia, y en la que cualquier comportamiento extraño a los códigos de la estricta moral es catalogado de indecente y supone el rechazo social. Los monstruos generados por la concepción de una ciencia y tecnología que no se hace cargo, como sería su responsabilidad, de las consecuencias e impacto de sus avances, lo cual dota a la obra de una renovada actualidad. Y los monstruos generados por nosotros mismos cuando tratamos a los otros como tales por su apariencia, por ser diferentes, algo de lo que no escapan tampoco las mujeres en el S. XIX.
A los monstruos debemos ponerle nombre, sólo así somos capaces de identificarlos, de hacerlos visibles.
Mary Shelley |
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Así comienza el texto que he preparado para Frankenstein 200, aparecerá publicado en breve en Frankenstein. Ed. Berenice, 2018.
1 Según ella misma lo relata, y a instancias de Percy B. Shelley, su marido y editor de la primera edición de Frankenstein, o el moderno Prometeo, escribió con posterioridad los capítulos iniciales, tal como fueron publicados la primera vez en 1818. Seguiré esta edición de 1818, y no la versión posterior de 1831, que suele ser más utilizada. Todas las referencias bibliográficas al texto son de la edición en castellano preparada por Isabel Burdiel para la Editorial Cátedra y que ha tenido varias reediciones. He utilizado la del año 2012.
2 Así se expresaba un crítico, conocedor de la autoría de Mary W. Shelley en la nota incluida en el British Critic bajo el título “Crítica de Frankenstein” en 1818.